Fumi Nikaido como la rebelde diva Mitsuko |
Vamos a jugar al infierno es una invitación abierta y gozosa para entrar a un delirante del festín gore yakuza y un irreverente reflexión del fenómeno cinematográfico con rastros de nostalgia y referencias que saltan en todo momento. Narrado desde las perspectiva de Don Hirata (Tatsuya Nakayama), el director wannabe líder de los cineastas amateurs llamados los Malditos Bombarderos (The Fuck Bombers), filman en 8mm sus cortos tontos y después un enfrentamiento callejero, pero el grupo anhela hacer una gran película en ese formato en desuso llamado 35 mm, mientras se reúnen en un cine que ha cerrado y su proyeccionista es a quien adoptan como gurú del destino cinematográfico para que alguna vez lleguen a filmar su gran obra de acción con Sasaki (Tak Sakaguchi), un imitador de Bruce Lee enfundado todo el tiempo en el traje de El juego de la muerte con embarrada Kill-Billense. Por otro lado, la primera en entrar en ese infierno es la pequeña Mitsuko de 10 años de edad (Nanoka Hara) cuando resbala en una alberca de sangre que su madre Shizu (Tomochika) provocó al defender su casa de la banda yakuza enemiga que buscaba a su marido Muto Taizo (el emblemático Jun Kunimura), pero encontraron la muerte a cuchillo limpio. Mitsuko encuentra a un sobreviviente herido, Jun Ikegami (Shinichi Tsutsumi), quien se enamora de ella al reconocerla cuando canta el jingle del comercial de la pasta de dientes que la ha hecho famosa por todo Japón y jura que será una gran estrella... sobre el charco de sangre. Su madre es encarcelada por 10 años y el jefe Muto le promete que al salir, Mitsuko será una gran estrella del cine. 10 años después esa promesa está a punto de no cumplirse. A sus 20 años, Mitsuko (Fumi Nikaido, más impresionante que en Himizu) es una diva rebelde que ha visto truncada su carrera porque se canceló la campaña de la pasta de dientes y ni siquiera la película financiada por su padre la satisface. También para los Malditos Bombarderos esos 10 años han servido sólo para hacer un avance (trailer) de lo que podría ser su gran película de acción. Ante ese panorama y con una inminente guerra entre los grupos yakuza de Ikegami y Muto, este último se preocupa por recuperar a Mitsuko y que regrese a la película que abandonó porque faltan unos días para que su madre salga de prisión y anhela verla convertida en la estrella de cine de Japón.
Para la reciente filmografía que ha elevado a Sion Sono como cineasta de culto desde El club del suicidio, pasando por su famosa Trilogía del Odio (Love exposure, Coldfish, Guilty of romance) y los dramas posteriores al terremoto de 2011, como Himizu y El país de la esperanza, Vamos a jugar al infierno es un giro "desconcertante" para quienes podrían esperar una propuesta con la profundidad y fuerza que sus anteriores obras han mostrado. La carga de violencia y chorros de sangre insertados por computadora son los elementos adecuados para navegar en el absurdo de las películas de acción que encajan con esta comedia de equívocos, una historia de desintegración familiar con un padre como Muto tratando de complacer a su esposa por su sacrificio, junto con una historia… no, ¡dos historias de amor por Mitsuko! (El de Koji, un joven cualquiera que la ama desde hace tiempo, así como el yakuza Ikegami) que complican aun más las “buenas intenciones” de Muto al tiempo de tratar de vencer al bando de Ikegami. ¿Dónde están los anteriores logros alcanzados por Sono? Si este es un guión que escribió 17 años antes, lo desempolvó, lo actualizó un poco agregando la inevitable muerte del cine en 35 mm sustituido por el cine digital, y prácticamente lo filmó sin darle un tratamiento más profundo, y resultó ser un delirio de serie B japonesa, un festín de gore-mafioso indulgente, una especie de homenaje va de retro Tarantino a la cinematografía japonesa o, como afirma el crítico de cine de la revista Variety, Justin Chang, que es “una provocación muy por debajo del aburrimiento desinflado”, hecho para complacer “a los fanáticos del grindhouse como para que hasta ellos mismos se sientan un poco decepcionados”, probablemente lo sea. Pero la propuesta de Sion Sono es muy conciente y navega en la comedia con tremenda habilidad.
Es eso o dejarse llevar por el juego que presenta. Al plantear dos historias paralelas que alterna con facilidad, es obvio que en algún momento tienen que confluir, sobre todo cuando ambas líneas llegan a un callejón sin salida y los Malditos Bombarderos llegan a “solucionar” a su modo tanto las diferencias de Muto e Ikegami, como sus ansias de sobresalir con algo aunténtico e inesperado. Ya que cumple ese requisito de la estructura, el modo en que la última parte se desarrolla es totalmente delirante. Y si también la escena misma de Mitsuko cantando sobre el charco de sangre e Ikegami enamorándose de una niña de 10 años “con talento” sirve insertar de inmeditao el absurdo en el que se despliega la película, el resto de sucesos no solo se ocupan para contar una historia sino hacer una puntual crítica al cine como medio, la influencia de la televisión y los mismos problemas familiares y personales que arrastran los personajes en este desfile casi alucinante. El pretexto de filmar una película en proceso, de ver el cine dentro del cine, le permite a Sono poner un espejo constante donde los reflejos de una industria decadente, cambiante, se observan como un conjunto de malos hábitos: siendo una industria cara, quien produce e inyecta dinero al cine es la mafia yakuza, la misma que es retratada como ridícula. Los Malditos Bombarderos, afianzados por su fe hacia un Dios del Cine y sus despliegues amateurs, son los únicos apasionados que dan el todo por el todo para hacer cine, refiriéndose a la pasión de los cineastas por hacer sus películas a como dé lugar.
Este infierno fílmico, de género llevado al extremo y del que Sono sale avante, le permite jugar creativamente y con precisión un guión que parece no sobrarle nada, como para hacer una versión más corta. Los flashbacks van y vienen para puntualizar emociones (como el amor loco de el joven Koji y el líder yakuza Ikegami acompañado del jingle y el comercial de Mitsuko); las entradas de nuevos personajes sirven para apuntalar la tensión creciente; aunque parte de los estreotipos yakuzas y familiares, este licuado genérico sobresale al darle más profundidad a los personajes y entender sus motivos sin dejar de lado los constantes elementos de la comedia que parece siempre haber manejado Sono en su carrera fílmica. No deja de ser un homenaje al cine que lo forjó, un homenaje al impulso de los cineastas y su conciencia del lugar en el que se encuentran. “Esto es lo que ha llevado al cine japonés a su ruina” comenta Hirata cuando prepara con sus yakuzas la película que llevará a la gloria, según parece, a su querida hija Mitsuko.
Punto de vista amoroso de Koji al ver a la terrible Mitsuko en acción |
Sono ya tiene en puerta otras dos películas para 2014, pero no cabe duda que Vamos a jugar en el infierno es un gran festín fílmico por la cantidad de referencias y virtudes que se dan a lo largo de sus dos horas de duración. Dividirá opiniones, pues con esta obra algunos lo idolotrarán, otros lo denigrarán, pero al menos demuestra una capacidad fílmica y creativa como pocos estando a cargo no solo del guión y la dirección, sino hasta en la edición para terminar de darle forma a este Hades japonés que llena la percepción audiovisual, acaso marcando un nuevo estándar como autor de las posibilidades expresivas del cine mismo.
Junta de producción de Muto con sus yakuzas |
Dirección: Sion Sono
Producción: Takeshi Suzuki, Tsuyoshi Suzuki, Takuyuki Matsuno
Guión: Sion Sono
Fotografía: Hideo Yamamoto
Edición: Sion Sono
Sonido: Sion Sono, Keiji Inai, Hidekazu Sakamoto
Reparto: Jun Kunimura, Shinichi Tsutsumi, Hiroki Hasegawa, Gen Hoshino, Fumi Nikaido
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